Quiero dejarte una selección de números (solamente el 58; 59 y 60) de Evangelium Vitae del Papa Juan Pablo II sobre el aborto que me parece viene muy bien en leerlo en estos tiempos en que el Congreso está abriendo el debate y pretende legislar sobre el tema.
sobre el aborto
procurado.
« Mi embrión
tus ojos lo veían » (Sal 139 138, 16)
58. Entre todos los delitos que el hombre puede
cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo
hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define,
junto con el infanticidio, como « crímenes nefastos».
Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se
ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación
del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal
evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más
incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el
derecho fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más
que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de
conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena
categórico el reproche del Profeta: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al
bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad » (Is 5, 20). Precisamente en el caso del
aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de «
interrupción del embarazo », que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a
atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno
lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra
puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como
quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia,
que va de la concepción al nacimiento.
La gravedad moral del aborto procurado se
manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en
particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican.
Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda
imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor
injusto! Es débil, inerme, hasta el
punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye
la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la protección y al
cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es
precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la
procura.
Es cierto que en muchas ocasiones la opción del
aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la
decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones
puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se quisieran preservar
algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para
los demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer
tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no
nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y
dramáticas, jamás pueden justificar la
eliminación deliberada de un ser humano inocente.
59. En la decisión sobre la muerte del
niño aún no nacido, además de la madre, intervienen con frecuencia otras
personas. Ante todo, puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando
induce expresamente a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo
indirecto esta decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo: de esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su
naturaleza de comunidad de amor y su vocación de ser « santuario de la vida ».
No se pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más
amplio de familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones
tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay
duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a
quienes directa o indirectamente la han forzado a abortar. También son
responsables los médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la
muerte la competencia adquirida para promover la vida.
Pero la responsabilidad implica también a los
legisladores que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la
medida en que haya dependido de ellos, los administradores de las estructuras
sanitarias utilizadas para practicar abortos. Una responsabilidad general no
menos grave afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad
de permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como a quienes
debieron haber asegurado —y no lo han hecho— políticas familiares y sociales
válidas en apoyo de las familias, especialmente de las numerosas o con
particulares dificultades económicas y educativas. Finalmente, no se puede
minimizar el entramado de complicidades que llega a abarcar incluso a
instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan
sistemáticamente por la legalización y la difusión del aborto en el mundo. En
este sentido, el aborto va más allá de la responsabilidad de las personas
concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente
social: es una herida gravísima
causada a la sociedad y a su cultura por quienes deberían ser sus constructores
y defensores. Como he escrito en mi Carta
a las Familias, « nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida:
no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización ». Estamos ante lo que puede definirse como una « estructura de pecado » contra la vida humana aún no nacida.