Cada uno de nosotros tiene un llamado interior el cual debe buscar con todo el corazón. La respuesta a ese llamado se traduce en lo que hacemos en nuestra vida.
Son los santos los que responden con acierto a la pregunta: ¿Para que estoy hecho? ¿En qué cosas debo gastar mi vida?
Actividad:
- Descubrí en esta homilía cuál fue la respuesta concreta de la Santa Madre Teresa de Calcuta al llamado de Dios en su vida.
- ¿Qué dice la Biblia sobre el misterio de la vocación humana?
- ¿Cómo ha realizado su obra de caridad y misericordia en la India? recordemos que es un lugar donde conviven varias religiones (budismo, cristianismo, hinduismo, islam) y donde convergen ricos y pobres que conviven en un país de muchísima población.
- ¿Qué significa para nosotros tener una santa como ella en el año jubilar de la misericordia?
Animate a responder.
Homilía del Papa
Francisco:
«¿Quién
comprende lo que Dios quiere?» (Sb 9,13). Este interrogante del libro de la
Sabiduría, que hemos escuchado en la primera lectura, nos presenta nuestra vida
como un misterio, cuya clave de interpretación no poseemos. Los protagonistas
de la historia son siempre dos: por un lado, Dios, y por otro, los hombres.
Nuestra tarea es la de escuchar la llamada de Dios y luego aceptar su voluntad.
Pero para cumplirla sin vacilación debemos ponernos esta pregunta. ¿Cuál es la
voluntad de Dios en mi vida?
La respuesta la encontramos en el mismo texto sapiencial: «Los
hombres aprendieron lo que te agrada» (v. 18). Para reconocer la llamada de
Dios, debemos preguntarnos y comprender qué es lo que le gusta. En muchas
ocasiones, los profetas anunciaron lo que le agrada al Señor. Su mensaje
encuentra una síntesis admirable en la expresión: «Misericordia quiero y no
sacrificios» (Os 6,6; Mt 9,13). A Dios le agrada toda obra de misericordia,
porque en el hermano que ayudamos reconocemos el rostro de Dios que nadie puede
ver (cf. Jn 1,18). Y cada vez que nos hemos inclinado ante las necesidades de
los hermanos, hemos dado de comer y de beber a Jesús; hemos vestido, ayudado y
visitado al Hijo de Dios (cf. Mt 25,40): es decir, hemos tocado la carne de
Cristo.
Estamos llamados a concretar en la realidad lo que invocamos en la oración y
profesamos en la fe. No hay alternativa a la caridad: quienes se ponen al
servicio de los hermanos, aunque no lo sepan, son quienes aman a Dios (cf. 1 Jn
3,16-18; St 2,14-18). Sin embargo, la vida cristiana no es una simple ayuda que
se presta en un momento de necesidad. Si fuera así, sería sin duda un hermoso
sentimiento de humana solidaridad que produce un beneficio inmediato, pero
sería estéril porque no tiene raíz. Por el contrario, el compromiso que el
Señor pide es el de una vocación a la caridad con la que cada discípulo de
Cristo lo sirve con su propia vida, para crecer cada día en el amor.
Hemos escuchado en el Evangelio que «mucha gente acompañaba a Jesús» (Lc
14,25). Hoy aquella «gente» está representada por el amplio mundo del
voluntariado, presente aquí con ocasión del Jubileo de la Misericordia.
Vosotros sois esa gente que sigue al Maestro y que hace visible su amor
concreto hacia cada persona. Os repito las palabras del apóstol Pablo: «He
experimentado gran gozo y consuelo por tu amor, ya que, gracias a ti, los
corazones de los creyentes han encontrado alivio» (Flm 1,7). Cuántos corazones
confortan los voluntarios. Cuántas manos sostienen; cuántas lágrimas secan;
cuánto amor derraman en el servicio escondido, humilde y desinteresado. Este
loable servicio da voz a la fe - ¡da voz a la fe! y expresa la misericordia del
Padre que está cerca de quien pasa necesidad.
El seguimiento de Jesús es un compromiso serio y al mismo tiempo gozoso;
requiere radicalidad y esfuerzo para reconocer al divino Maestro en los más
pobres y descartados de la vida y ponerse a su servicio. Por esto, los
voluntarios que sirven a los últimos y a los necesitados por amor a Jesús no
esperan ningún agradecimiento ni gratificación, sino que renuncian a todo esto
porque han descubierto el verdadero amor. Y cada uno de nosotros puede decir:
‘Igual que el Señor ha venido a mi encuentro y se ha inclinado sobre mí en el
momento de necesidad, así también yo salgo al encuentro de él y me inclino
sobre quienes han perdido la fe o viven como si Dios no existiera, sobre los
jóvenes sin valores e ideales, sobre las familias en crisis, sobre los enfermos
y los encarcelados, sobre los refugiados e inmigrantes, sobre los débiles e
indefensos en el cuerpo y en el espíritu, sobre los menores abandonados a sí
mismos, como también sobre los ancianos dejados solos. Dondequiera que haya una
mano extendida que pide ayuda para ponerse en pie, allí debe estar nuestra
presencia y la presencia de la Iglesia que sostiene y da esperanza’ Y hacer
esto con la memoria viva de la mano tendida del Señor sobre mí, cuando estaba
caído.
Madre Teresa, a lo largo de toda su existencia, ha sido una generosa
dispensadora de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos por
medio de la acogida y la defensa de la vida humana, tanto la no nacida como la
abandonada y descartada. Se ha comprometido en la defensa de la vida
proclamando incesantemente que «el no nacido es el más débil, el más pequeño,
el más pobre». Se ha inclinado sobre las personas desfallecidas, que mueren
abandonadas al borde de las calles, reconociendo la dignidad que Dios les había
dado; ha hecho sentir su voz a los poderosos de la tierra, para que
reconocieran sus culpas ante los crímenes - ¡ante los crímenes! - de la pobreza
creada por ellos mismos. La misericordia ha sido para ella la «sal» que daba
sabor a cada obra suya, y la «luz» que iluminaba las tinieblas de los que no
tenían ni siquiera lágrimas para llorar - para llorar - su pobreza y
sufrimiento.
Su misión en las periferias de las ciudades y en las periferias existenciales
permanece en nuestros días como testimonio elocuente de la cercanía de Dios
hacia los más pobres entre los pobres. ¡Hoy entrego esta emblemática figura de
mujer y de consagrada a todo el mundo del voluntariado: que ella sea vuestro
modelo de santidad! Pienso, quizá, que tendremos un poco de dificultad en
llamarla Santa Teresa: su santidad está tan cerca de nosotros, tan tierna y
fecunda que espontáneamente la seguiremos llamando: ¿madre Teresa’... Esta
incansable trabajadora de la misericordia nos ayude a comprender cada vez más
que nuestro único criterio de acción es el amor gratuito, libre de toda
ideología y de todo vínculo y derramado sobre todos sin distinción de lengua,
cultura, raza o religión. Madre Teresa amaba decir: «Tal vez no hablo su
idioma, pero puedo sonreír». Llevemos en el corazón su sonrisa y entreguémosla
a todos los que encontremos en nuestro camino, especialmente a los que sufren.
Abriremos así horizontes de alegría y esperanza a toda esa humanidad desanimada
y necesitada de comprensión y ternura.
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